Macondo Fútbol Club

Homenaje por el aniversario del nacimiento de Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura. Foto: AP, 1982.

Por Tito Puccetti

Especial para Revista La Liga

@titopuccettic

El 6 de marzo, Gabriel García Márquez cumpliría 94 años de edad. El escritor más grande que ha dado Colombia y buena parte del mundo, a quien le debemos la creación de Macondo. Por eso, le rindo homenaje a través de este escrito que espero les guste.

Momento de confesar de qué equipo soy hincha. No era un secreto, era un problema de interpretación de sueños. Una noche con dificultades para conciliar los pensamientos y apagar la conciencia, llegué a preguntarme hasta por los nombres de los equipos nuevos. Jaguares, Águilas, Leones, son equipos de creación reciente con nombres viejos. ¿Será que se secó el manantial para bautizar clubes de fútbol y estamos destinados a repetir o a domesticar las fieras para nombrar las escuadras? Luego algo me llevó a César Vallejo, el equipo inspirado por una universidad que lleva el nombre de un gran escritor peruano. Vallejo, modernista, vanguardista, revolucionario, con un lenguaje poético, forzaba la sintaxis y, la estructura del español sentía un remezón cuando se sentaba a escribir, bueno, eso decían los críticos literarios. Cuando uno llega a los críticos literarios a altas horas de la noche se le duerme hasta el insomnio.

Conducía un auto que se quedaba sin combustible, sin angustiarme me orillo en la carretera. Un golpe de calor me recibe al bajar del carro que no es el mío, veo que, sobre la margen derecha, matorrales tupidos entre árboles tapan la visibilidad, a la izquierda hay un extensa llanura sin nada que se mueva. Regreso mi vista sobre el lado diestro y descubro una pequeña entrada formada por la misma maleza. El instinto me lleva a ella y cuando me interno, luego de caminar unos diez metros, un tanganazo estremeció mi ser.

Ruido, calor asfixiante, miles de personas y al fondo una monumental estructura que dominaba el paisaje y parecía ser la culpable de todo. Luego de intentar asimilar lo que mi vista daba crédito, pude balbucear una pregunta, ¿qué pasa aquí? Con un acento muy marcado me contestó un hombre con una cruz en la frente –Juega el Pescaíto-. 

Era una especie de feria de pueblo, el camino hacía la edificación estaba bordeado por  mesas de fritanga y cerveza, mostradores de tiro al blanco, consultorios portátiles para adivinar el porvenir e interpretar los sueños. Los gritos de vendedores de bebidas para combatir el ardiente calor se confundían con propuestas de mujeres inverosímiles capacitadas para relajar a los supuestos tensionados por el inminente espectáculo que los convocaba. Decían con labios muy rojos que sus ungüentos y dispositivos eran capaces de estimular inermes, despabilar a los tímidos, saciar a los voraces, exaltar a los modestos, escarmentar a los múltiples y corregir a los solitarios.

Sin deparar en las ofertas, seguí sin dominar mi voluntad hacia el final del sendero, unos tambores sonaban en el fondo y marcaban el ritmo de todo lo que se movía, de a poco empecé a sentir que la escena la dominaba un acordeón. Lo manipulaba con sabiduría lenta un anciano, había un cartel donde se podía leer, “Francisco, el Hombre que fue capaz de derrotar al diablo en un duelo de improvisación de cantos”. Más abajo había una posdata, “Este aviso no se escribe por vanidad, es por si vuelve un brote de la peste del insomnio”.

Francisco “El Hombre” divulgaba las noticias del espectáculo, sus canciones informaban las alineaciones, afinaba versos con los nombres de los competidores, dedicaba estrofas a partidos pasados y se animaba a vaticinar el posible resultado o el fin de la maldición. Los apostadores escuchaban y luego su boleta, en una pequeña ventanilla, era sellada por unas manos que parecían ser sólo los brazos de la Divina Providencia.

Ya estoy muy cerca de lo que confirmé es un estadio. Era como un sombrero ‘vueltiao’ gigante, de concreto y puesto en la tierra sobre la copa, sus alas, que servían de tribunas, tenían las ondas que con el tiempo se le forman al sombrero. A la entrada atiné a leer que el estadio se había construido con los principios con los que José Arcadio Buendía había fundado el pueblo. La mega construcción fue diseñada de manera tal que desde cada ubicación, el espectador estaba a la misma distancia de la salida y del baño más cercano; las ondas fueron trazadas con tan buen sentido que ningún aficionado recibe más sol que otro a la hora del calor, además la brisa era democrática, entraba y se distribuía por el escenario para refrescar a todos por igual.

Luego de comprar una entrada, un papel muy delgado con figuras de animalitos, concluí que acá también le hacen un reconocimiento a la fauna y eso de nombrar equipos fieras no es falta de imaginación sino un ejercicio de evocación a los instintos primarios, pero no, estaba equivocado.  Lo de “juega el Pescaíto” era un apodo, porque hoy el que se presenta en el coloso “Coronel Aureliano Buendía” es el Club de Fútbol de Macondo.

Lo confirmé en la entrada y en una placa en la que se le reconocía la construcción del fabuloso estadio al hombre que se dio el extraño lujo de perder treinta y dos guerras sin perder nunca su honor, además de ser el primer ciudadano nacido en el municipio.

Seguro estoy en un sueño, si los sueños los produce el inconsciente, le estamos dando una responsabilidad muy grande, eso de soñar con novelas de un nobel ¡no se hace! Debe ser antiético meterse en historias ajenas y si luego se escriben pueden terminar siendo un verdadero papelón. Pero debo tener un inconsciente irresponsable o soberbio o curado de ridículos literarios, porque seguí soñando a lo ‘nobel’, muy campante, eso sí, con trabajo y cuidado.

Instalado pude ver que la cancha estaba más alta que el nivel de la tierra, que los tres pisos que subí me ubicaban sólo una tribuna por encima del campo, por eso la forma de copa del sombrero. De mis pensamientos me sacó una voz anciana con un acento de otro mundo. – Fue por culpa de las lluvias -. ¿Qué cosa? Pregunté. – La altura del campo y el foso que lo rodea -. Me hablaba un señor de muchos años de edad, con un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo y un chaleco de terciopelo. Tuve que ser muy valiente o fue el amor que siento por un partido de fútbol para no despertar del susto, pues el viejo cambiaba de edad cada vez que dejaba de verlo. Entre una mirada y otra, se convertía en juvenil, repuesto, desarrugado y, si dejaba de mirarlo, sus mejillas se hacían flácidas y se marchitaban sus labios. Sin embargo, sus historias me envolvieron de tal forma que su juego con el tiempo pasó a ser secundario.

Saltaron los equipos al campo y siguió el festival de cosas raras. En lugar de caer papelitos desde las gradas, éstos subían, pero no eran papelitos, lo que ascendía formando una columna móvil era un lote de mariposas amarillas del mismo color del escudo del equipo que con la reverberación de los últimos rayos del sol daban un dorado similar al de la camiseta oficial.

De los jugadores al que primero vi fue al número 6, un hombre descomunal, espalda cuadrada, los brazos bordados de tatuajes. –Sus tatuajes son crípticos y tiene hasta en el pecho– me dice el viejo que ahora tenía aire juvenil. –Cada vez que patea fuerte, el campo huele a pólvora-.

Mi otra referencia visual pasó por el banco gracias al fuerte murmullo que produjo la  salida del que parecía ser un líder. Sin importar el endiablado calor, el hombre estaba arropado por una manta, se apoderó de la zona técnica con un grupo de colaboradores que pintaron un circulo con una tiza utilizando al sujeto como centro, un espacio que sólo ocupó él mientras estuve en el estadio. Desde mi lugar pude calcular unos 80 años de edad. Ya la voz del anciano me hacía pensar que yo reflexionaba mentalmente a dúo. –Tiene 60, está viejo de olvido, su memoria se enredó en el laberinto de la nostalgia. Fue un brioso militar y un directivo lo contrató porque consideró que no hay nada más parecido al fútbol que la guerra. Desde que llegó no ha ganado ni un partido, pero han sido muy dramáticos los cotejos, como el día que perdían 5 a 0 y en dos minutos igualaron el partido y tuvieron un penal para ganar, pero el refuerzo traído de Europa era un hombre supersticioso, había sacado el número 17 de las camisetas y ese día tiró el balón tan lejos que alguien en la tribuna dijo: “un día este ‘tano’ va a bajar a Remedios la bella de un taponazo”. Lo erró a voluntad porque creía que ganar con un penal traía lesiones. Un día se le escuchó decir: “si no temes a Dios, témele a los penales”-.

¿Nadie es capaz de pedirle la renuncia por los malos resultados? Me hice esa pregunta y sólo en ese momento me di cuenta que no necesitaba hablar para que el anciano juvenil me contestara. –Nadie, nadie se atreve a entrar al círculo de tiza ni son capaces de tomarle una foto. Dicen en su entorno que ya tiene un día señalado para irse y eso lo embiste de una inmunidad misteriosa que lo hace invulnerable a los malos resultados. Aunque el aficionado entendió que en este equipo elegido es mucho mas fácil ganar que lograr perder de la forma inverosímil que conquista la derrota el Macondo FC. Otro día perdían 3 a 0 y en el último minuto hay un tiro libre en contra. El pateador le pegó con gran maestría, pero el arquero, no contento con la dificultad del disparo, lo atajó con los talones, pasando sus pies por encima de la cabeza, el rebote lo tomó el número 6 y le pegó tan fuerte en dirección al arco rival que marcó un gol de 80 metros. En medio del olor a pólvora, la muchedumbre afirmó al unísono, “¡es la derrota más estética que hemos sufrido, tenemos que celebrar!”. Ese día hubo doble dosis de mariposas amarillas en el Aureliano Buendía-.

El partido inició y pese a las fuertes entradas de unos y otros, el árbitro no tomaba correctivos. Mi vecino contesta, –acá no se sacan tarjetas, desde el día en que el técnico miró profundamente a un árbitro que intentó llevarse la mano al bolsillo, mientras escuchó un trueno de voz que le decía “en este pueblo no mandamos con papeles”-.

 

Cerca estaba el capellán, puedo dar fe que estaba volando. -Es verdad, no está en el piso, pero el cura no vuela, es la prueba de la levitación mediante el estímulo del chocolate caliente y espeso-, me corrige mi interlocutor y completa, –la gente le lanza monedas, está dispuesto a construir una iglesia tan grande como este estadio-

Por un momento culpé al calor, veía un jugador repetido, solo los diferenciaba el número, pero había una conexión increíble entre el 7 y el 11. Todo lo que hacía el uno, lo replicaba el otro al mismo tiempo pero en la banda contraria. Era tan precisa la coordinación de sus movimientos que no parecían dos extremos corriendo cada uno por su flanco, sino un artificio de espejos. –Son gemelos, y nadie sabe cuál es cual, se supone que desde chicos los distinguen por el número, pero en el intermedio para despistar se cambian la camiseta-.

El Macondo FC tenía todo para ganar, las acrobacias del arquero, la garra y fortaleza del 6, la elegancia y distinción del 10 italiano que erraba los penales por superstición, los extremos rápidos y coordinados, y un 9 que aparece y desaparece. –Es que tiene la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno. Hizo muchos goles, pero empezó al poco tiempo de llegar al pueblo a perder el sentido de la oportunidad, desaparecía en los tiros de esquina y de pronto se encarnaba en el área provocando fueras de juego que acababan con el ímpetu del Pescaíto-.

Ya no necesito preguntar para que la voz del vecino mande en las paredes de mi cabeza, en donde pienso y sueño. –Para sacar al equipo de los malos resultados, se discutieron cientos de remedios, una de las barras, los de la cueva, consideraron que el problema del equipo era literario, que los jugadores habían caído en una especie de enamoramiento de la derrota épica y se necesitaba reivindicar la victoria como hazaña y propusieron a un maestro de tierras lejanas. De primera mano le dieron al 10 italiano un libro. Si él tuviera el sentido del cálculo, los reposados movimientos de investigador y los desenlaces rápidos y sorpresivos del protagonista de una novela policiaca, Macondo sería líder de La Liga. Lograron una audiencia con el director técnico, los muchachos se ubicaron cerca del círculo de tiza e intentaron explicar que un maestro en letras de apellido Millás había comparado al fútbol con una oración compleja, que entre más larga es la frase o la jugada, más necesarias son la emociones, la conexiones, los pases, los movimientos y las reglas sintácticas. Nuestro Club, afirmaban, “cuenta con grandes jugadores principales, pero falla en sus conectores. No basta con elegir bien los sustantivos y los adjetivos. Las conjunciones y las preposiciones, pese a su aparente modestia, son piezas vitales”. El entrenador los dejó terminar con esa mirada penetrante. El problema del Macondo FC, dijo uno de los chicos que estaba a punto de irse a Francia becado, “es que ha perdido competencia lingüística. Tiene excelentes sustantivos y adjetivos, pero le faltan conjunciones y preposiciones, por eso creemos que no se necesita un entrenador, necesitan un gramático y un logopeda”. El técnico contestó, “Voy a recitar las primeras 10 letras del abecedario y cuando termine comienzo a disparar”. Nunca antes, estos bohemios hinchas habían corrido tanto en su vida-.

 

El partido no avanzaba, parecía haberse quedado en un ciclo de jugadas que se repetía.

Ese es un viejo vicio de por acá, hacer para deshacer-. Hablar con un viejo juvenil que no necesita vocalizar palabras para descubrir las historias de este equipo, curas que levitaban y algo que pasó cerca de la tribuna que estaba al frente. –No se inquiete, es una estera voladora, son viejísimas, mi gente las importó-.

Termina el primer tiempo y compruebo la comodidad para ir al baño. Recuerdo una sensación de estar en el lugar equivocado y salgo, cierro la puerta y cuando logro acomodar mi vista ante el sol que me quema la cara, estoy en otro lugar, no hay nada de lo que había antes. La puerta que se cerró tras de mí tampoco está, no hay estadio, no veo gente, muy al fondo algunos árboles y lo que parece ser una carretera. Vuelvo sobre el lugar en donde estaba la cancha y sin saber por qué, identifico claramente un enorme esqueleto de un barco, un galeón español ligeramente volteado a estribor. En el piso polvoriento, basura, residuos de feria. Camino hacía el sol y veo algo. Me agacho y es una caja de dientes y una nota: “Ésta es la máquina del tiempo, también importada por mi gente”.

Cien años de soledad. La primera edición fue editada en Buenos Aires, Argentina, por Sudamericana. Impresa el 30 de mayo de 1967.

Me conmueve una extrema soledad que me lleva al miedo de despertar y no recordar nada. Con un salto en mi cama regreso al mundo de la conciencia. Tengo que escribir inmediatamente, descubrí al equipo de mis sueños. El Macondo FC es tan grande que no existe para ganar, juega en un liga paralela y nació en una fracción de tiempo soñado para asombrar sin importar el resultado.

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