Era el año 1988 en la ciudad heroica, el principal destino turístico de Colombia en esa época. Desde pequeño me fui a vivir allá con mi familia. Por la salud de mi papá, que tenía problemas cardiacos, vivir al nivel del mar fue la recomendación de varios médicos. Además, mis padres pasaban vacaciones en Cartagena, antes de yo nacer.
Mi amigo Unai, que llegó de Bogotá en diciembre de 1989 para pasar vacaciones, fue el que terminó convenciéndome de montar en moto. Él quería pasear por la zona turística, y con ese calor que hacía en la Costa Caribe, me dijo que en moto era una berraquera y que él me enseñaba. Esa fue mi primera vez. Alquilamos dos FZ y durante una hora aprendí la parte mecánica; la siguiente, cómo sostenerla apagada, montarme, bajarme y conocer su funcionamiento.
Ya con el casco y los guantes puestos, me di cuenta de que cambiaba la manera de sentir el timón y los frenos. ¡Cuánta sensibilidad se perdía por la ropa de protección! Practicando cinco días, frenando, acelerando y volviendo a frenar, adquirí control y equilibrio para poder levantar los pies con seguridad de que la moto no se movería para los lados y perdería el rumbo. Sentir las curvas en la pista de práctica me asustaba, hasta que puse mi mirada en el rumbo y dejé que la moto fuera hacia donde yo miraba.
Así fue como, después de una semana de prácticas y de realizar el examen, ya tenía la autorización del centro de alquiler para manejarla yo solo. Entonces nos fuimos desde Bocagrande al Laguito, Castillogrande, y por la Bahía llegamos a la entrada de la base naval antes del centro amurallado, donde era el límite permitido para andar en estas motos. Nos devolvimos, pero dimos 50 vueltas iguales antes de terminar nuestra hora de alquiler quedando medio tanque de gasolina.
La otra semana les cuento cómo me fue en mi casa contándoles a mis papás de mi gran hazaña.