Lionel Andrés Messi, el miembro más ilustre de la hermandad ‘culé’, se marcha, se va, se despide. La unión de veinte años entre el argentino y el Barcelona se rompe, se disuelve. Ya no envejecerán juntos, como se habían prometido en los viejos y felices días. Esa infame esperanza de felicidad terrenal se hizo trizas esta semana con un burofax. Ahora decidirán los abogados y la justicia, ¡la del hombre, que es la peor de todas! Un hipo nostálgico sacude al mundo del fútbol: el amor es eterno mientras dura.
El Barcelona y Messi tenían un matrimonio de esos por conveniencia, que seguramente son más estables que los matrimonios apasionados. Pero la mano venía mal desde hace tiempos. Las rispideces y los malos entendidos entre Messi y el presidente, Josep Maria Bartomeu, eran constantes; eran un secreto a voces. El crack juntaba rabia sin la franqueza de un insulto. La soberana paliza que le dio el Bayern de Múnich al Barcelona en la Champions, 2-8, disparó esa desconfianza sorda, contenida. No hay palabras capaces de explicar esa debacle, no las puede haber, no las inventaron.
«Me siento fuera del Barcelona», le dijo Messi al nuevo entrenador, Ronald Koeman, un viejo ídolo del club traído de urgencia por la Junta Directiva para que «ponga un poco de orden» en un vestuario dominado por la anarquía. Lo más sorprendente de esas palabras fue el rencor y la amargura con que fueron dichas. Está escrito que «todo lo que sirve ha de morir algún día».
Koeman, tipo duro como un bacalao, quien tiene una bien ganada fama de tipo autoritario que no transa con los jugadores, hizo el ‘trabajo sucio’. Cumplió con la tarea encomendada por la presidencia del Barcelona y su directiva: declaró transferibles a varias ‘vacas sagradas’ del primer equipo y tuvo un trato desobligante con dos lugartenientes amados por crack rosarino. Les dio el «way out» a Luis Suárez y Jordi Alba; literalmente los echó por teléfono. Es evidente que Koeman defiende los intereses del patrón sin considerar la opinión de sus dirigidos. Es evidente que el técnico holandés ve por un solo ojo, un asunto demasiado grave si se quiere lograr armonía en un grupo. Dicen que el torero Joselito, la más grande espada de la historia española, murió por olvidar -en una fracción de segundos- que el toro que estaba lidiando era tuerto.
Los desencuentros entre Messi y el Barcelona nacieron en 2018 cuando el rosarino se negó a extender el contrato que los unía. No estaba convencido. La entidad catalana, despechada por el rechazo del crack a renovar su vínculo, obró de la manera más indigna, baja e indecorosa para una institución que se precia de ser «más que un club». Contrató a la firma I3 Ventures para que lo desprestigiara, para que le bajara el precio a su principal activo, cosa de poder negociar por menos dinero. Esa pérfida maniobra creó un ambiente hostil que terminó por implosionar la relación.
Nadie ignora que las redes sociales pueden tumbar del pedestal y cargar el honor de cualquier persona. Las ‘fake news’ y el discurso del odio, creado a través de miles de cuentas apócrifas utilizadas por «I3 Ventures», fue la herramienta que amplió la grieta entre el club y su máxima estrella. La guerra había comenzado. Después de la verdad, lo primero que cae en una guerra son los principios, los valores, la fe.
La relación entre Messi y la dirigencia del Barcelona nunca volvió a ser la misma. No podía volver luego de esa deshonra pudorosa. El inolvidable Dante Panzeri, autor del libro sublime «Fútbol: dinámica de lo impensado”, acuñó hace 50 años una frase de palpitante actualidad que no me resigno a omitir: «A este fútbol le hacen falta dirigentes, decencia y wines«.
Messi llegó a Barcelona a los trece años; un pan tierno entre aves de presa y ataque. La histórica unión se gestó y se registró en un bar. «En Barcelona, a los 14 días de diciembre del 2000 y en presencia de los señores: Minguella y Horacio, Carles Rexach, secretario técnico del FC Barcelona, se compromete bajo su responsabilidad y, a pesar de algunas opiniones en contra, a fichar al jugador Lionel Messi, siempre y cuando nos mantengamos en las cantidades acordadas», escribió Rexach en una servilleta que hoy descansa en el museo azulgrana.Posteriormente firmó el futbolista con el visto bueno de la familia.Luego vinieron los aplausos, los abrazos, los besos y esas promesas de amor eterno que suelen realizar los enamorados.
Desde esa mañana (la de la servilleta) difunta y memorable, Messi ha ganado 10 Ligas, 4 Champions, 6 Copas del Rey, 8 Supercopas de España, 3 Supercopas de Europa, 3 Mundiales de Clubes y 6 Balones de Oro. Es un palmarés envidiable que lo consolida como el jugador más brillante que pisó el césped del Nou Camp.
El hijo pródigo de la afición barcelonista toma sus bártulos y se va de casa. La sinrazón le usurpó el lugar a la lucidez y dejó poco margen para la maniobra disuasiva, para el arreglo de última hora. La bola verde que llaman los gitanos a la inexorable partida ya rueda en el estadio sin público. ¡No hay más cera que la que arde! La Canción del Adiós del folclore argentino se escucha llena de llanto y soledad: «Te digo adiós, y acaso en esta despedida mi más hermoso sueño muera dentro de mi, pero te digo adiós para toda la vida, aunque toda la vida viva pensando en ti».
Para Messi el Barcelona ya es poesía del pasado. Una historia que nació en la sombra muere en la sombra.
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