Todos esos partidos eran clásicos. Se jugaban en el estadio más tenso, incómodo y caluroso del mundo: la calle 12 entre la casa de Agustín y la de Ramona.
Una calle polvorienta, con algunos huecos, con unos sardineles que participaban en el juego y con los cuales se podían hacer las mejores “paredes”; la pelota solo salía cuando entraba a la terraza de alguna de esas casas, no había arbitro y siempre, al final, se hacía un convite en el que se repasaban todas las acciones del partido, se discutían y con el sabor que tienen los caribes para relatar, se describían algunos túneles o jugadas bonitas que se lograron.
Nunca hubo uniformes. Todos estábamos sin camisa, pero nadie se confundía, siempre sabíamos quiénes eran nuestros compañeros de equipo. La alineación de los cuadros se armaba de una manera fácil: los dos que mejor jugaban, iban eligiendo uno a uno a los miembros de sus respectivos equipos, nunca eran más de cinco, porque la anchura de la calle no daba para más; muchas veces los partidos fueron el resultado de un desafío a la calle 12a – una callecita mocha- o a la 11b, y esos sí eran auténticos derbis, porque se exponía el orgullo de la calle, que al otro día, creo, ya no le importaba a nadie.
Se jugaba por el placer de ganar y de mirar con algo de orgullo al que perdía, sabiendo que todo era efímero, porque en el próximo encuentro las cosas podían cambiar, y allí, como en la vida, no había eternos ganadores ni perdedores.
Los partidos arrancaban tipo cuatro de la tarde y se acababan cuando el sol se iba a encontrar con el mar y lo llenaba de su sangre roja, dejándonos a nosotros a oscuras.
Mi calle tuvo siempre buenos jugadores. A veces, cuando estoy en esa zona liminal, entre lo consciente e inconsciente, recuerdo cada uno de esos partidos y vuelvo a acordarme de los que participaban en ellos. Estaba el ‘perrateador’, ese era uno al que le encantaba hacer túneles, driblarse a todo el equipo contrario cuantas veces fuera necesario; no me gustaba jugar de su equipo, porque además de que había que esperar un año bisiesto para que diera un pase, el gol no le interesaba, sino las ‘figuritas’ que hacía. Estaba el “Toro Moruno”, éste no tenía ninguna técnica, era pura fuerza y embestía con firmeza. Normalmente era burlado por las gambetas de los habilidosos. No faltaba el que organizaba al equipo y distribuía la pelota como si fuera un controlador aéreo. Algunos tenían el don de saberse asociar, parecía que se comunicaban con la mirada –hoy estoy seguro que sí- y tenían la agenda lista para asistir a la cita que el otro les hacía con un buen pase. Estaba el ‘llorón’, este no importaba si jugaba bien o mal, lo cierto es que iba a discutir todas las jugadas, y gracias a él el partido duraba más tiempo detenido, que nosotros jugando. Participaban los ‘mirones’, éstos extrañamente nunca jugaban, pero siempre estaban ahí en la hora de los partidos para alentar y burlarse de los que jugábamos –nunca entendí esa vocación de hinchas-.
No entiendo por qué se acabaron esos partidos, ¿tal vez porque las calles no eran para jugar?, ¿quizá porque crecimos y nos interesaron otros asuntos?, ¿o más bien porque todo tiene su tiempo? La verdad no sé por qué, lo que sí sé es que esos partidos todavía los añoro.
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