Cuando el camerino quedó en silencio y la algarabía se había vuelto atronadora en el resto del estadio, cerré los ojos e hice mi oración personal. En ella daba gracias a Dios por regalarle a esos hombres confianza en lo que podían hacer y entendí que ese momento espiritual no garantizaba triunfos, sino esperanza, serenidad y confianza para salir a hacer la tarea.
Necesitamos tener presente la función de la espiritualidad en el deporte, que no es una acción mágica. Orar no garantiza ganar sin esfuerzo, tampoco es salvarse de perder, ni nos da superpoderes para enfrentar y realizar nuestros proyectos. Orar es más bien la experiencia de comprendernos en nuestra realidad, de reconocernos sin miedo, de amarnos y de descubrir que somos obra de Dios. La oración se debe expresar en actitudes de ánimo, de firmeza, de inteligencia y de solidaridad en el diario actuar.
El partido aquel lo ganó el Unión y lo hizo por 6 goles a un Deportivo Cali que no resistió la fuerza del ciclón bananero que se hacía presente en las gambetas de Luis Zuleta, la picardía y anticipación del ‘Mono’ Herrera y en la irreverencia de Carlos Mario Vilarete. Pudieron ser más goles. Ese día el Unión fue inmensamente superior. Recuerdo el repetido grito grave de gol de Edgar Perea, que recorría la grada como una cumbia y hacía saltar de alegría a todos los que allí estábamos. Recuerden que los que vamos al estadio tenemos la costumbre de Tomás, el mello, amigo de Jesús de Nazaret: vemos, pero no creemos hasta que lo oímos en la voz del locutor de turno.